Noche de muertos

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La fiesta del día de muertos es mi festividad favorita en el año. Es un tiempo en el que podemos acercarnos a nuestra ofrenda o a algún cementerio en el que haya celebración, para convivir con el recuerdo de las personas que amamos.

Me encanta la idea de la tradición popular, de pensar que los espíritus de las personas que ya se han ido regresan para ser festejados por sus familiares, y también me gustan mucho los alimentos especiales que se preparan en estas fechas: no solamente el pan de muerto y las calaveritas de azúcar, sino también los moles, los tamales, los aguardientes, la calabaza y las delicias típicas de cada lugar.

En algunas ocasiones he tenido la oportunidad de visitar cementerios en la noche o el día de muertos, y me ha conmovido encontrar el cariño de los parientes vivos que adornan las tumbas con flores, papel picado y velas, que cantan o interpretan música con bandas y otros conjuntos musicales, que dan de beber a sus muertos mezcal, otro aguardiente o chocolate. Aunque yo no haya tenido personas fallecidas en esos sitios, han sido buenos lugares para pensar y encontrarme con los míos.

En estos días estaba hablando con mis amigas, y reflexionábamos sobre el significado que tiene la muerte en nuestras vidas. Fue una plática hermosa, llena de amor por la vida, pero en la que también está presente la aceptación de la muerte… y lo que viene.

De niña tenía mucho miedo de la muerte: la imaginaba como una señora flaca, con cara y manos huesudas, tal vez con una guadaña y vestida de negro. En el colegio había unas maestras suplentes ya muy mayores, que nos contaban historias horrorosas de niños que se condenaban por “haber cometido sacrilegio”. Con mi imaginación de niña yo no alcanzaba a saber qué acciones podían ser tan graves para ser consideradas sacrilegios. Me preocupaba y sufría porque no sabía si tenía algunos sacrilegios en mi haber, y si entonces iba a ser quemada en los infiernos o tragada por la tierra. Estas historias me provocaron mucho sufrimiento y noches largas de insomnio, que superé mucho tiempo después.

Curiosamente elegí un oficio que entraña riesgos notables, y lo primero que aprendí cuando me hice instructora de buceo fue que en cualquier momento tenía que estar dispuesta a dar la vida por alguno de mis alumnos. Esto fue un saber aceptado desde hace más de cuatro décadas, y mi concepto de la muerte cambió. Me enfrentaba a la posibilidad de una muerte rápida, probablemente sin sufrimiento, y no estaba muy segura de lo que pudiera pasar después, pero el infierno y el purgatorio habían pasado a ser cuentos de viejas, y dejé de preocuparme por lo que pudiera suceder.

Mi visión de la muerte fue afectada por diversos eventos que me pusieron a pensar. El primero fue cuando mi querida perra bóxer Flora, se echó sobre mí y murió en mis brazos, y sentí cómo pasaba su vida a través de mi cuerpo. Yo la quería muchísimo, pero en ese momento caí en la cuenta de que me estaba regalando su muerte, y que había completado su ciclo en esta vida.

Con mi papá la enterramos en un bosque y la sigo extrañando todavía, pero desde ese momento comencé a vivir la muerte como algo natural, y dejó de ser un fantasma para mí. De este evento han pasado 37 años, y sigo agradeciendo con amor el regalo de Flora.

Pero también sucedieron muertes cercanas de personas amadas, que además de requerir mi cariño, me dieron una lección.

Mi abuelo se fue de infarto, después de una vida hermosa. Recuerdo la pena que sentían todos mis familiares, y recuerdo también el paisaje en el camellón de la avenida que me llevaba a la Universidad, rebosante de margaritas. La mirada bondadosa de mi abuelo se transformó para mí en un campo de margaritas: yo no lloré, lo acompañé con flores, y cada vez que llueve cuando estoy en el mar, me encuentro con el campo de margaritas que forman las gotas al chocar con la superficie, y me acuerdo de mi abuelo, y siento su cercanía. Así viví la partida de mi padre, que voló en plenitud, rápidamente, sin sufrir.

Creo que la muerte de una persona que ha vivido una vida plena no es una desgracia: es una bendición.

Pero también hubo muertes inexplicables: Un primo hermano querido, que tuvo una explosión en su nueva casa, y estando en plena juventud pasó sus últimos días con graves quemaduras. Ésta fue una violencia de la vida, del mismo modo que se van personas que no tienen por qué morir, como los niños con cáncer sin tratamiento, las personas asesinadas, o las decenas de miles de personas que mueren por Covid, en todos los casos por una administración irresponsable.

Una de las muertes más cercanas fue la de mi tía María Luisa Garcinava. Ella tenía un cáncer muy agresivo, vino a pasar sus últimos meses en la casa de mis padres, y me tocó participar en su atención. Después de haber presenciado su vida llena de amor y sabiduría, varios de sus sobrinos estuvimos acompañándola cuando agonizaba hasta el momento de su muerte. Se fue con una sonrisa y un aroma de azucenas, todo fue natural, hasta sentir su presencia en mi cuarto durante la noche. Sin embargo ese ambiente amoroso se rompió para mí en el momento que llegaron los empleados de la funeraria con su caja, sus candelabros y sus caras siniestras, y transformaron el vuelo final de mi tía en un evento de Gayosso. Para mí hubo una ruptura en esa despedida que era tan sutil.

Mi tío Julio Sahagún de la Parra, otra muerte muy dulce, en su libro Plenitud de vivir, habla de dos tipos de muerte: La muerte definitiva, cuando abandonamos el cuerpo físico, y la muerte cotidiana que se da cada vez que “morimos” a lo que éramos antes. La primera es inevitable, y es de los pocos hechos de los que podemos estar seguros. La segunda, es el origen de nuestra evolución. En la medida que vivimos en el presente vamos dejando atrás los hechos ya vividos, y nos vamos encontrando con “lo nuevo”. Esta concepción me gusta, me ayuda a deshacerme de sentimientos viejos, y me recuerda la Muerte sin fin de José Gorostiza. Me hace pensar que la vida es un instante entre el renacimiento y muchas muertes.

Yo veo muchas personas que creen saber qué sucede después de la muerte. En mi caso, no tengo idea, sin embargo he cambiado mi forma de pensar sobre este evento gracias a algunas experiencias propias y ajenas.

En el México Antiguo había la creencia de que el alma salía del cuerpo e iba a un lugar asignado dependiendo de su comportamiento o su estirpe. Algo que me ha costado trabajo creer, pero que he presenciado y sentido personalmente, es la acción de “curanderos espirituales”, una tradición muy extendida en México, que son personas que sirven como “materia” para espíritus benefactores que curan. Cuesta trabajo admitirlo, pero a mí me ha tocado verlos y ser curada por ellos, y eso me hace pensar que vivimos en el cuerpo como una mano en un guante: Entramos al nacer, salimos en el momento de morir, y hay seres que entran y salen todos los días para realizar un trabajo.

También me han impresionado las historias de gente que ha pasado los umbrales de la muerte, y ha tenido la fortuna de regresar. Yo siempre he sido muy escéptica, sin embargo conozco personas que han sido dadas por muertas, por ejemplo, en un quirófano, y minutos después regresan a la vida. Las narraciones son muy impactantes, y me mueven especialmente cuando se trata de amigos o familiares de toda mi confianza. No me queda más que creerles.

Algo que fue muy impactante para mí fue el relato sobre el momento de la muerte del padre de una gran amiga. Don Gonzalo estaba grave en el hospital, y por un momento se quedó solo con su enfermera. De pronto preguntó por sus hijos y supo que habían salido a comer, entonces les dejó un mensaje porque “ya no le quedaba tiempo, ya habían ido por él”. Después se puso a hablar como si hubiera varias personas en el cuarto, saludándolos por su nombre. Pidió a alguna que le diera la mano, extendió su brazo hacia arriba, y falleció.

¡Cómo me gustaría que mis seres queridos vinieran por mí!

De vez en cuando pienso en mi muerte, y espero no tener que pasar por situaciones muy difíciles para llegar a ella. Ya no tengo miedo de morir, aunque sí me preocupan las enfermedades y los sufrimientos. Estoy a mano con la vida: podría irme en cualquier momento. No quiero vivir demasiado. No pido mucho, quiero que mis cenizas vayan al mar, de preferencia al arrecife de Santiaguillo… y una gran fiesta… ¡Nada más!

Aunque no puedo saber qué hay más allá, quiero creer que el espíritu no muere, y que nos vamos a encontrar con algo grandioso. Hemos vivido muchas cosas, hemos superado muchas dificultades, y quiero pensar que he evolucionado, que me he pulido, como madera llevada por el agua. En la vida que he vivido siempre hay un por qué.

¡Pero es momento de celebrar! Juguemos a que los seres queridos vienen a visitarnos y pongamos una bella ofrenda. Regalémosles dulces y cantos para seguir con esta hermosa tradición. Yo puedo regalar flores y un poema: Es El olor de la muerte, que escribí cuando murió mi tía María Luisa Garcinava, por indicación del director de la Escuela de Escritores de SOGEM. Un pequeño homenaje para los que ya no están, aunque nunca se han ido.

En mi ofrenda cabe mucha gente: todos mis amigos y seres queridos ya fallecidos, y también quien quiera venir a acompañarnos a la luz de las velas. ¡Feliz día de muertos!

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