-¡Sírvanle más a la muchacha!
Y yo suplicando… -¡No, por favor!- mientras trataba de pasarle a otra persona un generoso vaso de pulque curado de limón, que hacía una baba de casi un metro. Esto fue hace mucho tiempo, a principios de los años setenta, y entonces me di cuenta de que el pulque fermentado no era lo mío, aunque puedo disfrutar de la frescura del aguamiel, de la salsa borracha y de los merengues de pulque.
Los magueyes son originarios de las zonas desérticas de México y los Estados Unidos, y de allí han sido llevados a todo el mundo. Son considerados plantas suculentas porque tienen capacidad de guardar agua, y pertenecen a la familia de los agaves, término que quiere decir elegante o majestuoso.
Los agaves son plantas con un corto tallo central del que crecen hojas alargadas, generalmente con espinas, y que tienen la particularidad de guardar agua en sus hojas. Tienen raíces muy largas, que les permiten extraer el líquido vital de las profundidades del suelo aparentemente seco. Cuando los españoles conocieron estas plantas en las Antillas en el siglo XVI, conocieron el nombre de maguey, que era la forma en que llamaban a las plantas de sábila, y lo hicieron extensivo a todos los otros agaves de forma similar que encontraron en América.
El agave tarda más de una década en madurar, y termina su vida cuando del centro de su corona nace el quiote, un tronco de unos 10 metros de alto, que en su remate tiene las flores y pequeños magueyitos. Hace más de 20 años que mi tía Beatriz Garcinava, en Durango, puso un agave blanco, henequén blanco o sisal, de Yucatán, como árbol de navidad. El sisal tenía un quiote hermoso, lleno de pencas con flores blancas y verdes. Entonces mi tía cortó una penca del quiote y me la regaló.
Me dijo que los agaves tienen varias formas de reproducción para asegurar la sobrevivencia de la especie. Las flores verdes son pequeños magueyitos que caen al piso y forman una familia alrededor de la planta madre. Las flores blancas generan unas semillas duras que son llevadas por el viento y resisten las pisadas del ganado, y aseguran la aparición de nuevas plantas en lugares distantes. Además los agaves hacen periódicamente sus hijuelos, que se desprenden de la raíz, y sirven para reproducir la planta fácilmente.
Mi tía también me dijo que algunas personas son como los agaves verdes, visibles, predecibles y conocidas. También que hay personas como los agaves blancos, que llevan una vida discreta pero pueden influir en su medio de múltiples maneras, casi sin notarse. A mí me gustó la idea de identificarme con los agaves blancos, y mis conocidos agaves blancos son especialmente apreciables para mí.
Todavía conservo uno de esos sisales en la sala de mi casa, agradeciendo que aún no haya hecho su quiote. De vez en cuando me da nuevos hijos, yo los cuido hasta que están fuertes, y los regalo a personas que son especiales para mí.
Sé que en el momento que empiece a crecer el tronco central de mi querido sisal, lo voy a tener que regalar, y sé que irá a terminar sus días a un campo hermoso en Salazar, en casa de un amigo. Para allá van mis henequenes cuando crecen.
Entre los magueyes más conocidos están el maguey pulquero, el mezcal en sus diversos tipos, el agave tequilero, el henequén, la sábila, el sotol, y todos ellos son reconocidos por la cantidad de servicios que aportan a la población humana, tanto cuando se usan para producir alimentos o bebidas, textiles y cuerdas, productos curativos, o simplemente como plantas de ornato, ya que su belleza los ha hecho merecedores de cantos de poetas, como el gran Amado Nervo, poeta nayarita de fines del siglo XIX.
Todavía recuerdo con nostalgia cómo me gustaba un poema de Amado Nervo que mi mamá declamaba cuando yo era niña:
¡Cómo fingen los nobles magueyes,
a los rayos del sol tropical,
misteriosa corona de reyes,
colosos vencidos en pugna mortal!
El agave salmiana o maguey pulquero es una planta que crece en abundancia en el altiplano mexicano, y que convive pacíficamente con el pirul, o árbol del Perú, un árbol traído de la región andina de ese país, y que ahora surge de manera silvestre en el centro de México. Hay magueyes pulqueros en todos los estados del centro de México que tienen clima semi desértico, y no es extraño verlos formando vallas alrededor de las casas en sitios tan desprovistos de agua y suelo como el Valle del Mezquital en Hidalgo. Llegan a crecer más de tres metros. Mis favoritos están en la Ciudad Universitaria, en los camellones de la avenida Río Churubusco, y, por supuesto, en los alrededores del Museo de Sitio de Teotihuacán.
Cuando el maguey pulquero madura, el tlachiquero lo “castra” para que no haga quiote, y lo prepara para la extracción del aguamiel. Tlachiquero viene de una palabra náhuatl que significa raspar, y de eso se trata: El tlachiquero abre una oquedad en el centro del maguey vivo, que llaman “el huevo”, y raspa las paredes del agujero para que salga el aguamiel. El líquido se succiona con un recipiente largo, de casi un metro, con un agujero en cada extremo, hecho con una calabaza a la que se le quitan la pulpa y las semillas. Después, el aguamiel se deposita en tinajas para provocar su fermentación.
Aún cuando el pulque simple es muy popular en el país, también se acostumbra “curarlo” con diferentes frutas, nueces y esencias. Hay quienes dicen que “le falta un grado para ser carne”. Poco se sabe de sus propiedades alimenticias, pero está claro que también se utiliza para curar dolencias sencillas como la gastritis, y que en regiones muy pobres, la ingestión de pulque proporciona a los habitantes, incluyendo a los niños, una fuente segura de azúcares y proteínas.
En tiempos prehispánicos se veneraba a la diosa Mayahuel, que según las leyendas trajo el maguey a los seres humanos. Se dice que Quetzalcóatl conoció a Mayahuel, que era de un santuario de vírgenes con una guardiana muy celosa. Ambos huyeron y se enamoraron, y se transformaron en árboles.
La guardiana los siguió, encontró a la muchacha y la desmembró, y de los pedazos de su cuerpo surgieron las plantas de maguey.
Entre los antiguos mexicanos la embriaguez era penada con la muerte. Sólo tenían derecho de beber los mayores de sesenta años, que en ese tiempo eran ancianos, y había que hacerlo en el interior de su casa. Acostumbraban tomar el pulque, llamado octli en náhuatl, y lo consumían como una bebida de moderación. A veces también se lo daban a las mujeres que estaban amamantando, para que tuvieran suficiente leche. No hay indicios de que en el México prehispánico hayan conocido las bebidas destiladas, pero sí utilizaban en sus fiestas y ceremonias este producto de la fermentación.
En aquella ocasión que me vi obligada a tomar el pulque, estaba en Cholula, en la fiesta de los arqueólogos el 3 de mayo. Fue durante mis años de estudiante, y gozaba de la amistad de muchos maestros de la arqueología. En ese tiempo el festejo era en la casa del eminente arqueólogo Eduardo Merlo, que era mi maestro, y él nos llevó como cosa muy especial a ver un mural que no estaba expuesto al público: El fresco de los bebedores de pulque.
Este mural muestra a un conjunto de ancianos bebiendo alegremente de sus jícaras, y allí se ve cómo, a medida que beben, van transformándose en conejos: Tochtli, el conejo, era el dios del pulque. A la izquierda hay una figura que se nota, un hombre joven que bebe con vergüenza, y que está defecando a la sombra de un árbol. No tengo una reproducción del mural de Cholula, pero puedo compartir con ustedes una pintura de Pancho Borboa, denominada El Tlachiquero. Un sencillo y hermoso homenaje a esta tradición tan nuestra.
Cuando admiro los magueyes en el campo, con sus pencas como flamas verdes retando al cielo, no puedo dejar de pensar en los penachos de los grandes señores del México antiguo, y sobre todo, la estética mexica. Para mí, aunque estos bellos ejemplares estén en el presente, son imágenes bellísimas de un pasado glorioso que todavía me emociona recordar.
Los magueyes
Amado Nervo
¡Cómo fingen los nobles magueyes,
a los rayos del sol tropical,
misteriosa corona de reyes,
colosos vencidos en pugna mortal!
Majestuosas sus pencas de acero
en las tardes parecen soñar…
Ellas vieron a Ixcoatl altanero
vestido de pieles y plumas, cruzar…
En el monte y el plan y el barranco,
de sus venas haciendo merced,
con su néctar narcótico y blanco
calmaron piadosos del indio la sed.
Con su fibra le dieron un manto
y supieron en él esconder
el sutil jeroglífico santo
que cuenta a los nuevos las glorias de ayer.
Ellos vieron a Anahuac sentada
en sus lagos de plata y zafir,
y la vieron después humillada,
y al cabo la vieron rendirse y morir.
Majestuosos y nobles magueyes:
cuántas veces os oigo contar
vuestras viejas historias de reyes,
¡algunas tan tristes que me hacen llorar!