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¡A navegar!

Hay días en que siento especialmente el confinamiento, y mi mente viaja hacia los tiempos en que organizaba expediciones a sitios a los que poca gente llegaba. Ahora en todo el mundo hay los llamados viajes “con vida a bordo”. Los buzos se suben en un yate de lujo, se dirigen a un lugar extraordinario, y pasan una semana buceando, comiendo y durmiendo, olvidándose de cualquier problema que tengan en su vida.

En esos tiempos tampoco había muchos de los llamados “cruceros”, barcos gigantescos que garantizan que los pasajeros no van a sentir los movimientos del agua, y en los que se hace de todo, entre comer, jugar, asistir a espectáculos y festejar. Mis expediciones eran en barcos o lanchas rentados a pescadores, con todo su cochambre y sus aromas, en los que si había suerte, podíamos contar con una cubeta con agua en la sentina, a manera de baño, y así nos íbamos felices a islas, playas y arrecifes distantes, sin más recursos que los que pudiéramos llevar en la embarcación, y sí… generalmente con la ayuda y vigilancia de la Armada de México o la Capitanía de Puerto.

En estos viajes llegábamos a sitios como la Isla Isabel, en Nayarit, en los que había campamentos de biólogos y tiburoneros, o Santiaguillo, en Veracruz, en donde había al menos un guardafaro, y como era un faro “de recalada”, llegaban decenas de pescadores a guarecerse cuando había tormenta… Pero también llegamos a ir a sitios muy distantes como el Arrecife Triángulos, a 24 horas de navegación al noroeste de Champotón en Campeche, en donde sólo había un marino y un guardafaro, que para colmo, se llevaban mal.

A las expediciones teníamos que llevar todo: agua, comida, enseres de cocina, estufas y gas, hieleras y mucho hielo, botiquines y oxígeno, suficiente equipo de buceo, compresor para llenar los tanques, gasolinas, aceite y refacciones, además de un equipaje mínimo y lo menos posible de equipo para acampar. Muchos de mis alumnos se aficionaron a dormir como yo, a cielo abierto, y no era raro ver a alguno de nosotros caminando por la playa a media noche, como fantasmas, disfrutando del viento y las estrellas en la obscuridad.

Eran expediciones demandantes, a las que había que ir en el mejor estado de salud y condición física, y en las que estábamos activos todo el día, buceando, nadando, cocinando, observando las condiciones del tiempo… Y conviviendo. Si algo tengo que añorar de mis tiempos de juventud, son precisamente estos eventos.

Tengo que reconocer que yo soy navegante de pequeñas embarcaciones: Me encanta la rutina cotidiana del barco, incluyendo la limpieza y la cocina… Me encanta que el barco se mueva, y que huela a sal, y a algas, y a veces a pescado y otras a rayos… Me encanta la sensación de confinamiento, y de estar en algún sitio en medio de la nada, probablemente sin ver más que agua en el horizonte… Y también me encanta sentir las olas y el viento, sentir la pequeñez de la nave al estar flotando en una cáscara de nuez en medio del océano… Me gusta la fragilidad de la embarcación pequeña, y la forma en que se hace una con las olas, y ser salpicada por la brisa en cada ondulación.

Si tuviera que elegir unos navegantes a los que admiro profundamente, entre tantos personajes maravillosos que han cambiado la historia de las aguas, yo escogería a dos: Don Juan de Oyarzábal, un navegante español llegado a México después de la Guerra Civil Española, y Thor Heyerdahl, un navegante noruego que revolucionó la historia de la navegación al probar personalmente que las embarcaciones artesanales de diferentes partes del mundo, podían atravesar los océanos y comunicarse con otros continentes.

La historia de Thor Heyerdahl comenzó con la expedición Kon Tiki, que partió del Perú en un viaje extraordinario hasta Polinesia 1947. Ésta y otras expediciones tenían el objetivo de demostrar que los navegantes de la antigüedad podían haber realizado largos viajes oceánicos en naves rudimentarias, usando las grandes corrientes, y haciendo que entraran en contacto pueblos que estaban separados por inmensas extensiones de agua. Si me dieran a escoger un momento de la historia para vivirlo, yo elegiría participar en la expedición de la Kon Tiki.

Thor Heyerdahl escribió muchos libros, incluyendo el de la Kon Tiki, y además se hicieron varias películas sobre esta expedición, incluyendo el filme original en blanco y negro, que abarca desde la organización, la construcción de la balsa y la travesía, hasta que fueron rescatados en Polinesia. Navegaron con un mínimo de tecnología, pero pudieron felicitar en su cumpleaños al rey de Suecia con un radio transmisor de 1 watt. En este viaje se hizo mucha investigación sobre la vida oceánica.

Thor Heyerdahl nació en Noruega en 1914, murió en 2002 en Italia, y era etnógrafo, pero también se dedicó al estudio de la zoología, la botánica y la geografía. Realizó muchas expediciones, como la Ra II, en 1970, que lo llevó en una balsa de juncos de papiro desde la costa occidental de África hasta Barbados. También estuvo en la Isla de Pascua. Este magnífico explorador estudió mucho la historia de la navegación, y entre sus afirmaciones está la de que existen dos tipos de barcos: los de flotación, y los de desplazamiento, es decir, los que desplazan agua y tienen un espacio hueco en su interior.

Él suponía que los primeros navegantes habían utilizado embarcaciones flotantes, como las de madera balsa o las de juncos, que se adaptaban a las olas y podían funcionar bien en las tormentas por su flexibilidad, pero tenían que ser pequeñas y estaban hechas de materiales perecederos. Decía que sólo más adelante se habían inventado las canoas hechas con un tronco ahuecado, que dieron lugar a los grandes barcos que conocemos ahora, y que están construidos con materiales durables y no flotantes, como el acero o el ferrocemento. Thor Heyerdahl dedicó su vida a estudiar la navegación en los pueblos antiguos.

Don Juan de Oyarzábal y Orueta nació en Málaga, España, en 1913. Hizo sus estudios profesionales en la Escuela Naval de San Fernando, y combatió al lado de la II República Española, en donde fue nombrado Capitán de Fragata a los 25 años. Fue comandante del destructor Almirante Valdés hasta el fin de la guerra, en marzo de 1939 cuando, con toda la flota republicana se dirigió a Túnez a un campo de concentración. Pasó por Francia, Suecia y los Estados Unidos, y en junio de 1939 llegó a México por decisión del presidente Lázaro Cárdenas, que abrió las puertas del país a los refugiados españoles. El 18 de marzo de 1941 se nacionalizó mexicano.

Don Juan fue en los años sesentas y setentas uno de los maestros más eminentes de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Yo tuve el honor de cursar con él un seminario de oceanografía llamado Elementos de Navegación, que influyó en mi vida para siempre. En mis tiempos de universidad circulaban muchas leyendas sobre él, había quien decía que había llegado en su barco a Canadá. Yo lo observaba con admiración y miles de preguntas, ya que me fascinaba su imagen de marino: alto, con los ojos azules y el cabello blanco, y un saco blazer de estilo marinero que me recordaba al marinero de pelo cano de las canciones de Cri Cri.

Entre sus anécdotas que no fueron leyendas está el hecho de que en 1960 se graduó de la carrera de física, misma que cursó al mismo tiempo que la primaria, la secundaria y la preparatoria, ya que sus documentos se perdieron en una explosión que sufrió el acorazado Jaime I durante la Guerra Civil. Tengo entendido que a otros refugiados les sucedieron cosas similares, como a la maestra Gertrudis Kurtz, también física, que fue perdonada con otras tres personas en un campo de concentración nazi por su capacidad de servir a la humanidad, y que trajo a México el estudio de las computadoras y otras máquinas digitales. También tuve el honor de ser discípula suya.

Además de los conocimientos de navegación que recibí de don Juan cuando estudiaba con él, me regaló dos ejemplos inolvidables, envueltos en su finísimo humorismo, y que me han acompañado en el transcurso de la vida. El primero fue la disciplina de no marearme, cosa que es utilísima cuando uno navega en barco pequeño. Don Juan siempre estaba erguido, con la cabeza apuntando hacia el cielo y los pies bien anclados en la tierra. El segundo fue el estoicismo ante la enfermedad. Yo tomé uno de sus últimos cursos, y recuerdo que varias veces sucedió que don Juan nos pidió hacer un alto en una clase, sacó su botella de oxígeno “salvo”, y comenzó a toser y asfixiarse en la careta. Para entonces ya tenía un enfisema pulmonar avanzado. Después de pocos minutos terminaba de toser, respiraba un par de veces, se incorporaba, y después de pedir una breve disculpa, seguía dando su clase… como si nada.

Don Juan fue profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias de la UNAM, y era tan sabio que podía impartir cualquier materia de las carreras de Física. También era investigador de tiempo completo en el Instituto de Física de la UNAM, en donde estudiaba la teoría de las partículas elementales. Fue fundador de varias sociedades científicas, era poeta, dramaturgo y esperantista, historiador, filatelista, mago y arquero. Don Juan de Oyarzábal, como muchos otros inmigrantes, refugiados o no, fue un gran regalo de España a nuestro país. Murió en la ciudad de México en enero de 1977 a los 63 años de edad.

Pero hablábamos de navegar, y aquí quisiera citar algunas de las distintas situaciones placenteras cuando uno está embarcado. Recuerdo que mis primeros paseos en lancha fueron en el lago de Chapultepec, un portento para los niños de la ciudad de México. También me tocó ir a algunos viajes a Tequesquitengo. Para una niña terrestre éstas eran experiencias fabulosas.

Pensando en embarcaciones pequeñas tengo que hablar de la fascinación que me invadía en los tiempos en que practicaba canotaje en los canales de Cuemanco. Lo más impresionante era el silencio, solamente interrumpido por el canto de alguna ave, y por el golpe de los remos en el agua. Esta sensación de silencio en las aguas quietas también puede compararse con el viaje en trajinera por los canales de Tláhuac, en los que todavía pueden verse muchas aves autóctonas mientras paseamos entre las chinampas.

Pero lo más hermoso es el mar… No hay modo de contar la cantidad de veces que me he transportado en lanchas con motor fuera de borda, y todavía me maravillo cuando veo la espuma de la estela haciendo formas como de vidrio soplado. Hacer una larga travesía en este tipo de lanchas es todo un reto, ya que va uno mojado todo el tiempo, es posible surfear con las olas, y además no hay mucho espacio disponible, si se trata de pernoctar.

Pero con todo y todo, me encantó tener la oportunidad de ir de pesca al Banquito, en algún lugar entre la isla María Madre y Mazatlán, y pasar varios días, varias veces, pescando huachinangos al rayo del sol, en una embarcación pesquera de seis metros de eslora, y conviviendo con los pescadores de la costa de Sinaloa y Nayarit. En esos viajes me sentía especialmente pequeña cuando, a media noche, pasábamos junto a algún crucero lleno de música y de luz. Es asombroso ver el inmenso buque desde la panga, dibujándose entre las estrellas y la bioluminiscencia de la superficie marina.

Cuando pienso en el mar pienso en un barco flotando en medio de la nada, moviéndose con el oleaje y cortando las aguas con su proa. No me ha tocado hacer viajes muy largos, todavía, pero escucho con deleite las narraciones de primos o amigos que tuvieron la oportunidad de embarcarse en un carguero cuando fueron jóvenes. Me encanta dormir en el mar, y sentir el arrullo de las olas, y escuchar el viento en la obscuridad de la noche, y despertar de prisa para hacer maniobra cuando se avecina una tormenta. Espero tener todavía muchas oportunidades de a navegar, y de ser posible, de hacerlo en barco pequeño.

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