Un viaje con retorno

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Para doña María Luisa y don Manuel González

y la familia González de la Parra

 

Todavía a sus cuarenta y ocho años, a pesar de la atención que exige su trabajo de ingeniero, José Valencia sigue ensoñando cuando recuerda su pueblo natal. Es el hijo mayor de una familia de comerciantes de Cotija, Michoacán. Hace más de treinta años que sus padres emigraron al norte de Veracruz. Él se quedó en Jalapa estudiando en la Universidad Veracruzana.

 

José ha pasado gran parte de su vida adulta trabajando fuera del país y está recién llegado. Este viernes, el último de octubre, viaja por la carretera que va de Puebla a Jalapa para encontrarse con sus padres en el puerto. Va manejando y piensa. En la radio tocan una canción que oía cuando era niño. Una mujer adolorida canta: “Que allá en el otro mundo, en vez de infierno te encuentres gloria, y que una nube de tu memoria…”

 

José pisa el acelerador de su auto nuevo color plateado mientras lo invaden sensaciones de recuerdos muy antiguos. Su memoria lo lleva hasta el día en que cumplió doce años:

 

Caminaba por los portales de Cotija mirando el árbol que creció en la torre de la iglesia. José imaginaba un sistema de péndulos, poleas y engranes para subir a podarlo, cuando una voz lo bajó a la realidad.

 

-Ándale, chata, fíjate por donde vas. Estás pisando todos los puestos. Mira nomás cómo dejaste ese sombrero… Sí, señora, aquí le pago… ¿siete pesos? ¿cómo? ¡si apenas lo arrugó!

 

Eran Queta y Alicia Oceguera, las hijas quinta y sexta de José Oceguera, el compadre de su papá. José recuerda y las puede ver otra vez. Queta tenía ocho años, iba peinada de trencitas con un vestido rosa y delantal de encaje blanco. Llevaba una canasta en la mano izquierda y con la otra arrastraba a su hermanita hacia los puestos de fruta.

 

Alicia tenía cuatro años y llevaba el pelo cortado como paje. Traía un vestido amarillo con lazo en la cintura, una cofia de papel blanco en la cabeza, y en la mano derecha una cajita de cartón: su botiquín para jugar a “la doctora”. La niña iba observando todo menos el camino.

 

José miró fascinado a la pequeña y su corazón prometió llevársela un día a vivir con él. Alicia volteó a verlo una sola vez y se detuvo sonriendo por un instante, hasta que Queta le dio un jalón y siguió caminando: -Ándale, chata, ¿no ves que mi mamá necesita los duraznos?

 

José emigró hacia el sureste. Buscaba una tierra fértil para ofrecer a sus hijos que iban creciendo. Después de un largo recorrido se instaló en Jalapa. José había sabido de ellos por sus papás.

 

Mientras José recuerda, el vehículo entra a una curva cerrada hacia la izquierda. De la nada, sale un motociclista en el centro de su carril. José mueve el volante hacia la derecha. Siente dos golpes secos: uno en la salpicadera y otro en su puerta. Da un volantazo hacia la izquierda y el coche comienza a patinar. Hace un trompo, pega en la barrera contraria, rebota y se desploma por el barranco.

 

Aún al volante, el hombre trata de esquivar piedras y zanjas hasta que se encuentra con una peña en el fondo. Cuando pega de frente con el obstáculo, el auto gira en el aire y se precipita rebotando hasta un campo de trigo. Después todo queda en silencio.

 

*

 

José abrió los ojos lentamente, un poco deslumbrado por el sol de mediodía. No recordaba nada. Como un soplo de viento se deslizó hacia fuera del montón de chatarra que lo cubría y se detuvo a ver la parte superior de su cuerpo inerte. Quedó tendido boca arriba medio cubierto por las láminas cerradas. No sentía nada, nada le preocupaba: se encontraba en un estado de perplejidad. Poco después escuchó voces.

 

-¡Que macanazo, mano! Hace años que no veía a nadie volar así.

 

A un lado de José estaban dos hombres. El que habló era de edad indefinida, muy alto y corpulento. Entre las roturas de su traje color caqui se distinguía un tajo enorme que atravesaba la panza. El grandulón se sostenía el intestino dentro del abdomen con la mano izquierda mientras que en la derecha llevaba una enorme llave de tuercas.

 

-Bienvenido a la nada, me llaman Golem. Así me decía una novia que iba a la universidad.

 

-Calmantes montes, mi Golem. Ya vas a comenzar con tus rorras. No le creas nada, mi cuate. En cuarenta años no ha venido ninguna a verlo por acá. Yo soy Panchito el Chivo.

 

-No le alcanzó para Pepe el Toro- se burló Golem. Los dos se soltaron riendo mientras José observaba sin saber qué decir.

 

Panchito era un hombre pequeño y flacucho, con poco pelo. Traía un pantalón de mezclilla con peto y una playera de rayas rojas en la que nadaban sus brazos huesudos. Estaba todo moreteado.

 

-¿Ustedes qué están haciendo aquí? Preguntó José.

 

-Suponemos que penando- contestó Golem. Panchito añadió:

 

-Hemos estado muchos años en la curva. Cuando caímos nadie nos vino a reclamar. No sabemos a dónde ir. Otros accidentados desaparecen cuando llega suficiente luz para elevarlos. Yo manejaba un trailer de doble caja y me dormí- dijo Panchito con orgullo haciendo girar su cabeza cercenada. Se ajustó el paliacate en el cuello y siguió diciendo:

 

-Golem trabajaba en la compañía de luz. Dice que tenía una novia en cada pueblo. Venía de ver a Zoraida, una rumbera de Veracruz. Pasó a cobrar a Jalapa y aquí lo alcanzaron los hermanos de ella que eran cañeros. Le cerraron el camino y le echaron montón.

 

-Lo siento mucho- dijo José.

 

-Aquí se está muy bien- añadió Golem. –No te apures por nosotros.

 

-Mira allá arriba en la curva- siguió Panchito. -¿Ves esas sombras? Esos sí están fregados. Son seres tan opacos que no pueden dejar el pavimento. Ellos te dieron el último empujón. Cuando murieron tenían las almas tan secas que no pudieron seguir. A veces le llega a alguno una plegaria y junta fuerzas para volar, pero los otros siguen tristeando y apaleando al prójimo-. Hizo una mueca y su cabeza volvió a girar.

 

José seguía escuchando desconcertado cuando Golem interrumpió:

 

-Ya párele, mi Chivo, no me espante al camarada. ¿No se acuerda que esta noche tenemos fiesta? Vamos movilizando a nuestro amigo porque ya va a pasar el carretón. ¡Vengan esos cinco, hermano!- y le extendió la mano con todo y llave. –Y tú, ¿quién eres, manito?

 

-Yo soy José.

 

*

 

Los bosques de Jalapa. El otoño esparce sus nubes de semillas voladoras como plancton del aire. Las galaxias de copos invisibles van abriéndose paso entre las hayas y los robles, los pinos y los encinos que extienden al cielo sus ramas barbadas de heno.

Entre las voces de chicharras, pericos y muchos otros pájaros las mariposas de terciopelo negro lucen sus joyas de coral. Cerca de las casas el olor del cempasúchil matiza el viento que corre por la fronda. Ese viento firme que sacude las hayas y les arranca un canto seco, sibilante.

 

De la cocina de una casa junto al río salen vapores que llaman a acercarse: el aroma del pan recién horneado se esparce en la distancia.

 

Doña Licha, activa y contenta como siempre, platica con sus hijas mientras le mueve al cazo de la calabaza. Alicia saca del horno las últimas charolas con aguácatas.

 

-No sé por qué te agobias tanto, hija- dice la señora. -¡Con la cantidad de trabajo que tienes y todavía te pones a hacer pan!

 

-Lo hago por gusto, mami- contesta la mujer. –No podemos saber cuánta hambre tienen los muertos que nos visitan. Hay que tenerles algo especial. Además las aguácatas les duran, son buenas para el camino. Las acomodó en un platón de barro y fue a contestar el teléfono.

 

-¿Si? ¿La doctora? Soy yo. ¡Qué barbaridad! No tardo. Voy para allá.

 

-¿Otra vez “urgencias”, hija?

 

-Hubo un accidente en la carretera que va a Perote. No hay nadie que vaya en la ambulancia. No me tardo. Síganle adelantando.

 

Alicia se cambia y sale corriendo mientras doña Licha, Julieta y su esposo ponen la ofrenda: el camino para que los muertos encuentren su lugar, el arco de flores para que pasen por allí, y también el altar con nueve pisos, los nueve niveles del Mictlán.

 

-Dame un poco más de “cola de obispo”.

 

-Julieta, se llama “garra de león”- dice la mamá. Darren contesta:

 

-Ahí te va un ramo de “moco de totol”- y le pasa el montón de flores de terciopelo morado.

 

-Me preocupa que Alicia esté corriendo siempre- dice doña Licha. –Desde que tu papá se puso mal no ha tenido un día de descanso. Todo el tiempo en el Seguro y cuando acaba se va al hospital de Urgencias.

 

-Yo no entiendo esa obsesión de atender accidentados- agrega Julieta. –Es como si se le fuera la vida a ella. No está bien.

 

Los tres siguen armando las ofrendas en silencio. Cubren el altar con papel picado. Ponen la fruta, los dulces, las calaveras y el pan. Encienden veladoras y acomodan ramos de flores en varios floreros. Preparan jarras con agua. Más tarde llegarán Queta y los otros hermanos con los guisados. Esta noche hay que esperar a los muertos que no tienen hogar.

 

*

 

Los tres amigos iban bajando por la carretera. Por ellos supo José que cada año llegaban a las casas a recibir los regalos de la población.

 

Como buen técnico, José siempre había pensado que esas costumbres eran pérdida de tiempo, cosas de gentes crédulas. Ahora sentía por primera vez una extraña mezcla de nostalgia, hambre y sed, pero en el alma.

 

A medida que iban avanzando se les sumaban otras ánimas, muchas de ellas más grises y tristes, arrastrando los pies por el acotamiento. José comenzó a distinguir a los seres opacos, aglutinados y a la vez aislados, en las curvas cerradas. Muchos junto a los puentes o en los bordes de los barrancos. Por lo general estos seres coincidían con cruces sin ofrenda o desperfectos sin señalización en la carretera.

 

Todo esto contrastaba con la alegría de los sitios en los que se habían dejado flores, coronas, velas y adornos de papel. Desde la más pequeña cruz hasta las ermitas, mostraban el gusto de las almas por el encuentro anual con lo que fue su mundo. Tenían un brillo especial.

 

Así, caminando, Panchito, Golem y José llegaron al atardecer a las afueras de Jalapa. Se detuvieron a la puerta del panteón municipal. Después de una breve espera, se detuvo un microbús siniestro y destartalado. Golem le hizo una seña a José para que lo abordaran.

 

En la obscuridad era difícil distinguir al conductor. Era un ser alto, delgado, que vestía traje de cuero con cadenas, argollas en la oreja derecha y cabello levantado en picos como un astro sicodélico. Sólo brillaban sus ojos y sus dientes en color violeta neón.

 

-Nunca creí que la muerte viajara en microbús- murmuró José al oído de Panchito.

 

-En el inframundo estamos muy modernizados- contestó Panchito, también en voz baja, mientras ocupaban sus asientos. José se puso a observar a la concurrencia. La mayoría eran cuerpos opacos, tristes. Iban callados en sus asientos sin hablar con los demás. Le dijo a Golem:

 

-¿Por qué a ustedes los puedo ver con más detalle? ¿Por qué hacen bromas y se ríen?

 

-Es que nosotros fuimos hombres libres- contestó el grandote. –Por eso nuestras almas brillan y se mueven aún aquí.

 

En eso, tuvieron que callarse, porque el chofer venía manejando salvajemente y el microbús rebotaba entre topes y baches. El vehículo subía y bajaba por las calles de Jalapa a gran velocidad, como si nadie circulara junto a ellos. Fueron dejando a cada pasajero en una casa hasta que sólo quedaron los tres. El microbús enfiló hacia las afueras y siguió por una carretera estrecha enmarcada por bosques. Unos minutos más tarde, el carro se detuvo y se apagó el motor.

 

*

 

Néstor conduce la ambulancia a todo lo que da. A su lado, Alicia se frota las manos con expresión de angustia. Siempre le sucede. Tiene temor de no llegar a tiempo. Ninguno de los dos habla.

 

Desde pequeña había querido ser doctora. Jugaba a curar hasta a los animales del corral. Aunque se había especializado en pediatría, se mantenía aferrada al servicio de urgencias. Esto le producía un sentimiento profundo e inexplicable.

 

A sus cuarenta años Alicia es una mujer guapa, moderna y sociable. Entre sus círculos de amigos no ha encontrado un hombre de su interés. Parece haber llegado al mundo para estar sola y su trabajo desanima a los pretendientes más liberados. Néstor la ha seguido durante años. Ella lo mantiene a distancia profesional.

 

Al llegar a la zona de curvas peligrosas ella empieza a prepararse: toma el botiquín de primeros auxilios y acomoda el equipo de oxígeno para que Néstor lo saque fácilmente.

 

-Kilómetro 127- dice Néstor. -Aquél muro de contención tirado: allí está-. Mientras Néstor habla con el oficial de la patrulla que va llegando, Alicia corre barranco abajo con el botiquín. En el fondo alcanza a ver los restos del auto color plateado y la mitad del cuerpo de un hombre saliendo de entre la chatarra.

*

En el silencio José solo veía las siluetas de los árboles. Había una leve penumbra que apenas bastaba para adivinar el paso siguiente. Los tres amigos se bajaron del vehículo y caminaron hasta topar con el portón.

Atravesaron el obstáculo y subieron por un corredor iluminado hasta llegar al comedor de una casa grande. En el interior se percibía una sencilla abundancia de las cosas que da el campo: cántaros con flores y canastos de fruta, quesos y crema preparados en casa, cazuelas de mole, frijoles y chicharrón, tortilleros húmedos de vapor y una charola de pan de muerto. Al fondo estaba la ofrenda: el camino de flores y hojas que lleva al altar, un arco enorme y en el altar todo tipo de alimentos. Allí, José reconoció las aguácatas de su pueblo natal.

 

-Ay nanita, ¡ora sí que se mandaron!- soltó Panchito haciendo capiruchos con la cabeza. Golem no dijo nada. Se fue sobre la jarra de agua y se la bebió.

 

Mientras sus compañeros comían desesperadamente, José se retiró a inspeccionar la casa. Una pareja mayor brindaba en la sala frente a la chimenea, rodeada de sus hijos y yernos. Le llamó la atención una recámara y atravesó la pared para explorarla.

 

Era una habitación austera con una cama angosta. Había un orden casi perfecto, salvo por un vestido de mujer tirado sobre la cama. En un perchero había una bata blanca. Junto a la ventana, a un lado del tocador, había cuatro repisas con juguetes. En la más alta distinguió una vieja cofia de papel y un botiquín de cartón.

 

*

 

Alicia corre hacia lo que queda del auto y se acerca al hombre inerte. Verifica sus signos vitales. Parece que está muerto, no tiene pulso ni está respirando. Sus pupilas están dilatadas. Ella mira la cara del hombre y algo se mueve en su interior. No puede dejar de intentarlo. Comienza a darle respiración artificial y compresiones cardiacas.

 

*

 

Impresionado por su descubrimiento en el cuarto de la mujer, José regresa al comedor en donde sus amigos devoran las viandas. Él se acerca a un plato de barro con aguácatas de Cotija. Toma una con las dos manos, aspira el aroma a manteca, piloncillo y canela, y le da un mordisco con ternura y nostalgia.

 

*

 

Cada vez que Alicia separa su boca de la del accidentado mira su cara buscando algún signo. Él no tiene expresión. Sus músculos faciales están inertes. Sus ojos no tienen mirada.

 

De pronto, ella siente como si de su corazón saliera un rayo y pasara a través de gargantas y bocas hacia el corazón del hombre. Sin interrumpir la maniobra acerca sus dedos al cuello: siente una palpitación rápida y leve. Deja de comprimir el pecho y se concentra en la respiración. Un instante después, la cara cobra vida: ahora tiene expresión. Entonces el hombre comienza a toser.

*

Después de morder la aguácata se nubló la vista de José y el hombre se perdió en un torbellino. Sus compañeros vieron cómo se desvanecía y salieron a abordar el microbús.

*

José tose un poco más y comienza a respirar con dificultad. Alicia toma su mano entre las suyas y le habla con una gran ternura.

 

-No te fatigues, hermano. Todo va a salir bien. Tuviste un accidente pero te estamos atendiendo. Ayúdanos a ayudarte. Trata de mantenerte despierto- y le acaricia la frente con delicadeza.

 

José la mira y sonríe. Todavía no está totalmente consciente pero percibe el afecto y la seguridad de la mujer. Entonces llega Néstor con el equipo de oxígeno. Se disponen a transportarlo.

 

*

Ha pasado un año cuando Alicia y José viajan hacia su nueva vida. Ella está embarazada. Los dos irradian felicidad.

 

Al llegar al kilómetro 127, José orilla la camioneta y ambos se bajan. Abren la puerta trasera y sacan unas cajas de cartón. José las lleva al fondo del barranco mientras Alicia baja con cuidado. Junto a la roca en la que se deshizo el auto de José hay dos cruces olvidadas. Él va cantando una vieja canción:

 

“Llévame flores, frescas violetas y un rosal…

Tráeme claveles y no me olvides nunca jamás…”

 

Ambos sacan las cosas de la caja y las llevan junto a las cruces.

 

*

 

La ofrenda está lista al atardecer: agua potable, sus flores, un canasto con comida y varias decenas de veladoras encendidas. Golem y Panchito se acercan sin entender lo que sucede, pero al ver el agua y las viandas se lanzan sobre ellas con avidez.

 

A medida que van comiendo y bebiendo, las veladoras se hacen más y más brillantes. La luz parece quedarse impregnando a los espectros en el ocaso, hasta que ambos comienzan a elevarse. Algunos seres opacos acumulan suficiente radiación para seguirlos.

 

José y Alicia suben hacia la carretera tomados de la mano. No peden ver a los personajes que ascienden, ni cómo Panchito revolotea jugando con su cabeza. De todos modos están contentos, sienten una gran tranquilidad.

 

Tampoco pueden ver la larga fila de personajes que avanzan a paso lento hacia Jalapa y sus altares hospitalarios. Mientras tanto, un microbús sombrío y destartalado, sigue su alocada carrera por la región.

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